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miércoles, 20 de octubre de 2010

Cuando la compasión es un veneno, por Eduardo Arroyo

Que la ONU proteste no es de extrañar pero esto sería tema de otro artículo y de otro enfoque completamente diferente. El Vaticano, en cambio, es un asunto muy diferente: desde Roma, el secretario del Consejo Pontificio para los Emigrantes, el arzobispo Agostino Marchetto, declaró a la agencia de información vaticana I. Media, que la persecución de la que son víctimas los gitanos en Francia es una suerte de nuevo Holocausto. Para Marchetto, todo se reduce a la compasión que suscitan personas que son "perseguidas" por pertenecer a un determinado grupo étnico: "Yo no puedo alegrarme del sufrimiento de estas personas, en particular, cuando se trata de personas débiles y pobres que son perseguidas, que son víctimas también de un holocausto y viven siempre escapando de los que les dan caza".

Estas declaraciones del arzobispo Marchetto son, cuando menos, discutibles. ¿A que "holocausto" se refiere? ¿Son "cazados" por el hecho de ser "débiles y pobres"? Pese a que Su Ilustrísima hace muy bien en apenarse por el sufrimiento de estas personas, y de cualquier otro en su condición, quizás las palabras elegidas sean algo unilaterales a la hora de distribuir culpas y generalizan una medida adoptada por el gobierno francés, en una situación especial, a todo tiempo y condición. El arzobispo, que declaraba de esa manera hacia finales de agosto último, no podía ignorar que, por ejemplo, todos los años, por esas mismas fechas, miles de gitanos acuden al santuario de la Virgen de Lourdes sin que nadie les moleste.

Así las cosas parece excesivo, cuando menos, elevar el caso de los gitanos rumanos a una especie de arquetipo de gitano químicamente puro, eternamente agraviado e injustamente perseguido en todo tiempo y condición. De hecho, un país como Francia, que tiene alrededor de un 20% de población extranjera, y que posee un presidente así mismo de origen extranjero, difícilmente puede ser calificado de "racista".

Pero lo que nos interesa aquí es analizar esta especie de injerencia de la religión en asuntos estrictamente políticos, sociales y de orden público, en base a una mal entendida "compasión", que encima coincide plenamente con las argumentaciones del ideario de izquierdas y de organismos mundialistas como la ONU. De hecho, Segolenne Royal y la Escuela de verano del Partido Socialista francés utilizaron argumentos que, esencialmente, no difieren de los del Vaticano.

Este asunto de los gitanos rumanos en Francia no es ni mucho menos un caso aislado y, cada dos por tres, se encuentra uno con ésta o aquella personalidad religiosa –católica o protestante- que, aduciendo argumentos de cariz compasivo, acaba llevando agua al molino de los que desean una inmigración sin restricciones. Jamás se oye una sola crítica al desastre que la inmigración supone para los pueblos como tales, a los que desposee de su identidad y los subsume en la cultura de masas, o a la relación que existe entre la destrucción del denominado "Estado de Bienestar" e inmigración. Más aún, en esta columna hemos explicado la relación que existe entre aborto, inmigración y pérdida de derechos, todo ello en favor del ultracapitalismo.

La pregunta es, ¿cómo puede ser? En el caso concreto que comentamos, resulta poco verosímil que el gobierno de Sarkozy, de repente, la haya emprendido contra varios miles de gitanos por el mero hecho de serlo y haya comenzado un programa de repatriaciones a razón de 300 euros por adulto mas otros 100 euros por cada uno de los hijos repatriados, todo ello a cargo del contribuyente. La prensa, católica y la anticatólica, ha utilizado argumentos similares contra el Ejecutivo francés y eso hace sospechar. Todos podemos preguntarnos por qué y cuales son las razones últimas del asunto, pero lo que nos interesa aquí destacar es que atacar el mundo real con argumentos moralizantes tiene su riesgo. ¿Queremos decir que la política debe estar siempre separada de la moral, de modo que todo acabe en una especie de maquiavelismo generalizado?

Sin duda no. No es esto lo que nosotros deseamos pero sí queremos explicar que el mundo tiene sus leyes y que la compasión, desligada de la sabiduría, conduce inexorablemente al desastre. Puede que en África, por ejemplo, los sufrimientos de ciertas capas de la población, en períodos de hambrunas o sequías, sean más o menos grandes. Si cien millones de estos padecen hambre, ¿justificaría eso una especie de derecho intrínseco a acogerlos a todos en Europa? China puede mañana mismo exportar a cincuenta millones de niños chinos necesitados sin ningún problema. ¿Deberíamos acogerlos a todos, digamos, en Irlanda apelando a argumentos acerca de la "caridad cristiana"? La respuesta es claramente "no" y semejante medida generaría no pocos desastres, el primero de ellos, la desaparición de Irlanda misma.

Esto no impide que una compasión mal entendida –de raíz sentimental- se aduzca con frecuencia para apoyar políticas migratorias de puertas abiertas sin ningún tipo de restricción y, sobre esta base, tiendan a elaborarse argumentos de tipo religioso que curiosamente justifican las políticas de inmigración que comparten desde el ultracapitalismo apátrida, hasta la izquierda ultramontana, pasando por los neo- y paleoliberales de todo pelaje. Unos y otros obvian que no solo los individuos tienen derechos y que los pueblos son realidades vivas en que los hombres necesitan ubicarse para vivir. Nadie tiene eso más claro que los propios gitanos, cuyo respeto a sus mayores, a sus tradiciones y a su pueblo deberían ser un ejemplo diáfano para pueblos como los occidentales, acostumbrados a odiarse a sí mismos y a borrar cualquier singularidad que pueda arraigarles. Es su conciencia de pueblo lo que ha permitido a los gitanos sobrevivir como nómadas entre poblaciones sedentarias, una conciencia que es sin duda un valor a imitar.

Nada de esto es de extrañar en aquellas ideologías emparentadas con el proyecto ilustrado que alimenta al capital global. Pero que la propia Iglesia haga causa común con sus enemigos haciendo discursos fáciles y demagógicos sobre cosas que son problemas de orden público no deja de ser sorprendente. Muchas veces hemos dicho aquí que la erosión del cristianismo en Occidente es el acontecimiento desastroso por excelencia en nuestra época y que es ahí donde se está dirimiendo la batalla por la concepción del mundo en nuestro tiempo. Por eso ese cristianismo político –enarbolado especialmente por ciertos personajes de la Iglesia católica- que acaba convergiendo con las propuestas de la mundialización del siglo XXI, es sin duda la mayor herejía actual.

Sin duda, el mensaje de Cristo pregona la hermandad de todos los hombres pero también es cierto que en el Evangelio siempre se habla de "pueblos" y "naciones" como de categorías naturales plenamente asumidas a la hora de hablar del genero humano; jamás como lacras o estamentos llamados a desaparecer. En este sentido, puede decirse que el cristianismo es un mensaje internacional pero no cosmopolita.

Un cristianismo, llamado a respetar a los pueblos como entidades gestadas por la Providencia a lo largo de la Historia estaría mucho más en consonancia con el mensaje propiamente evangélico. Por el contrario, justificar el cosmopolitismo anhelado por el marxismo o el ideal apátrida y a-nacional que necesita el capitalismo globalizador, mediante apelaciones a la "hermandad de todos los hombres" solo oculta las verdaderas raíces patológicas que están ahora mismo convirtiendo a Occidente en la termitera multiétnica que sus enemigos necesitan

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