El martes 29 de mayo de 1453 cesó el estertor rugido de las bombardas otomanas, tras el último zumbido de la artillería sitiadora, rugía el caótico griterío de la multitud jenízara que había conseguido abrir brecha en la otrora invencible muralla de la ciudad. Constantinopla caía, y con ella lo hacía el trasnochado vestigio bizantino, perdiéndose en su ingravidez, tal vez, el rescoldo de la cultura clásica, y abriendo al mismo tiempo una nueva edad para la periodización tradicional.
Discutido o no el término, los efluvios decimonónicos tendieron a identificar con lo bizantino todo ese maremagno de obras adscritas a la escuela artística oriental, mera idealización de la dialéctica de Occidente; en realidad, por Bizancio entendemos
primero una estructura sociopolítica caracterizada por el legado del Estado romano y, en segundo lugar, por la que quizá sea la síntesis más perfecta de la civilización helénica y la religión cristiana. Comprender el arte de este período significa retrotraerse a la manida clasificación estilística: período paleobizantino, primera edad dorada, período de tinieblas, segunda edad de oro y período deuterobizantino, aglutinante éste tanto del celebérrimo renacer paleólogo como de la decadente fragmentación imperial. El hilo cronológico tiene su origen en la fundación de Constantinopla un día 11 de mayo del año 330, se enreda varias veces en esas patas del tresillo de la continuidad del Imperio romano, vuelve a enfarragarse en los vericuetos del iconoclasmo, se anuda con las incursiones islámicas y sigue la tortuosa senda de la ruptura, por momentos más o menos evidenciada, con el ámbito cristiano occidental. Una antigua profecía sobre la ciudad proclamaba que la Constantinopla victoriosa resistiría el envite de sus enemigos mientras la luna brillase en el cielo nocturno. La noche del 24 de mayo de aquel aciago 1453, sobre la urbe tuvo lugar un eclipse lunar. Sin duda, fue un mal presagio; pero al final, la historia nunca queda exenta de presagios. La propia ubicación de la ciudad de Constantino en un emplazamiento de fácil defensa, su disponibilidad para diseñar una administración centralizada y el control de los mares Negro y Egeo, así como del tránsito entre Europa y Asia, ya fue tomado desde su fundación como augurio de buenas esperanzas. No olvide el lector que la nueva Roma fue colonia megarense hacia el 658 aC., ciudad con Septimio Severo cuando le pareció oportuno y, a partir del año 324, sede predilecta del vencedor de Licinio. En este punto, el del ritual de fundación junto a las azuladas olas del Mármara y el promontorio del Cuerno de Oro, plenamente pagano, y en el de la importancia de la figura del emperador, gran autócrata y basileus triunfante, reconocemos aún el testigo de esa Tardo Antigüedad que ni los vástagos de Teodosio, ni siquiera la división del Imperio pudieron soterrar en el olvido. El largo paréntesis de esplendor de Justiniano (527 – 565) durante el cual las tropas bizantinas devolvieron el sentido primigenio al Mare Nostrum, también ofrecerá obras continuadoras de lo antiguo cuando el Occidente se hundía ya en las tenebrosas ciénagas de la barbarie. Baste recordar la pléyade de iglesias que adoptaron el esquema de planta basilical como las de Alahan Monastir en Cilicia, la de Ilissos en Atenas, o la de Qasr – ibn – Wardan en Siria, pero el erudito no perdonará en este breve catálogo arquitectónico la ausencia de templos como los de los Santos Sergio y Baco (526 – 536) o la célebre Santa Sofía (532 – 558), ambas en Constantinopla. O los iconos o retratos áulicos, que representan en bajorrelieves la dignidad hierática, la profusa solemnidad o la frontalidad severa tan sólo, buen ejemplo de ello es el Políptico Barberini, hoy en el Museo del Louvre. Las artes figurativas, esos mosaicos desperdigados por tierras italianas, bizantinas o sirias brillarán con luz propia durante esta sexta centuria.
El siglo VIII será el de la anarquía y el desorden. Búlgaros y árabes amenazan el Imperio, las fronteras se debilitan y sólo una genialidad geoestratégica de León III el 15 de agosto de 717 logra poner en fuga a los islamitas. Pero el conflicto que agrave la maltrecha situación del Imperio Oriental, será de índole civil: el enfrentamiento entre iconodulos o partidarios del culto a las imágenes y sus acérrimos opositores, los iconoclastas. La capacidad creadora queda reducida, las limitaciones económicas exigen severidad pero, al mismo tiempo, se precipita la helenización caracterizadora de la cultura propiamente bizantina, el griego sustituye inexorablemente al latín.
La etapa más importante del arte bizantino tiene lugar después de la restauración del culto a las imágenes (843), hasta el saqueo de Constantinopla (1204); durante este período se suceden dos dinastías, la de los macedonios (867 – 1056) y la de los comnenos (1081 – 1185) y tendrá lugar el cisma eclesiástico (1054), acontecimiento definitivo en su distanciamiento con Occidente. La indisciplina del ejército repercutirá en la pérdida de cuantiosos territorios, la disensión interna dio alas a venecianos y genoveses, y éstos, después de haber alentado la codicia de los cruzados, el 14 de abril del infausto 1204, propició que la soldadesca cristiana se repartiese las más grandes obras del arte bizantino como botín de guerra.
De todas formas, la irradiación de esta cultura influenciará notablemente en la periferia: tanto en Armenia, con la catedral de Ani (990 – 1020), como en Georgia, cito como ejemplos la iglesia de Nikortsminda o los frescos de Anténi, o en Rusia. El caso ruso es excepcional: la conversión del príncipe Vladimir al cristianismo supondrá la adopción de la manera moderna, como se calificaba a la cultura helenizante. Cuando los rusos dejaron de construir sus templos de madera, importaron formas arquitectónicas de Constantinopla (Iglesia de la Koimesis o Santa Sofía, ambos en Kiev). La emulación de Jaroslav (1019 – 1054) y sus sucesores, con obras como Santa Sofía de Novgorov, San Demetrio o el icono de la Virgen de Vladimir, mantuvo vivo ese nexo de unión entre lo bizantino y lo eslavo. También en Serbia, en Sicilia o en la misma Venecia repiquetearon esas luminiscencias del Bósforo; por eso cuando la bocana humeante del gran cañón que apuntaba a los muros de Antemio hizo su primer disparo aquel 6 de abril de 1451, la cristiandad entera tembló. Occidente se conmocionó cuando en esa tarde de finales del mes de mayo de 1453, el sultán Mehmed II hizo su entrada triunfal en Santa Sofía; después la media luna tomó la basílica, convirtiendo el templo ortodoxo en mezquita. Ex tenebris, lux: la caída de Bizancio propició el renacer cultural de Europa.
R. G Girón
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